AUTORRETRATO
Lo
mejor de mi cara es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas.
A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas
negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches
en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido
lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo
sostenerle la mirada.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
PALABRA
DE ÁRBOL
No
conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela
lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en
el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi
higuera preferida.
Yo
pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol,
esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando
y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada
hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba
al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes
las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces
que subieron por la savia de la higuera.
Los
otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer
fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me
enviaba desde sus frutos.
Alguien
quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho
saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada
que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité
en la escudilla situada a los pies de los ídolos.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
LECCIÓN
DE PÁJAROS
Nevaba
cinco o seis veces al año. Pero era de verdad, y los prados, las
casas y los árboles amanecían cubiertos del color blanco
que cegaba a los caballos. Éstos rompían con sus cascos
la nieve, en busca de un poco de hierba sepultada, o golpeaban con el
hocico las ramas, y morían después de comer las hojas de
los tejos. Los pájaros, hambrientos, les despedían con un
réquiem muy delgado.
Veíamos
el vuelo desorientado de los petirrojos y tordos, hasta que descubrían
la abertura de la vivienda. Entraban en aquel túnel y caían
a un desierto de oro: el suelo del desván cubierto de mazorcas
de maíz.
Algunas
aves llegaban sin energía para comer los granos sobre los que enseguida
se desplomaban. Yo, niño pequeño, apretaba con fuerza sus
bultos para fundir los hielos de la muerte, y descendía rápidamente
a la habitación donde una cocina de leña caldeaba los cuerpos
de mi familia. Colocaba los pájaros cerca del horno. Ardían
unos troncos de manzanos y cerezos sobre los que esos pájaros cantaron
el verano anterior. Los árboles cortados por el hacha de mi padre
agradecían con el calor los cantos que aliviaron su vejez.
Esta
fue la primera enseñanza. Vi pronto la sombra, aunque blanca, y
el vuelo frágil que quería esquivarla.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
HIJOS
AHUMADOS
Soy
de esos vascos a los que, en su infancia, el cuartel de la Guardia Civil
no les infundía miedo sino pena. Estaba lleno de hombres adustos
y domésticos que llegaban a pie a los caseríos y, envueltos
en sus capas, nos pedían una firma que probaba el cumplimiento
de la ronda de vigilancia. Se adentraban confiados en nuestras viviendas,
depositaban los pistolones, desceñían correas e iniciábamos
la charla. En invierno, delante de la lumbre, mi madre les ofrecía
café humeante y, si era fiesta, algún dulce. En verano,
los invitábamos a arrancar los frutos de los árboles. Avanzaban
lentamente bajo un sol que castigaba la sumisión al uniforme grueso.
A mí me gustaba imaginarlos ladrones de cerezas.
Asistíamos
a la fiesta anual del cuartel y estrené mi tristeza en el patio
de lajas sombrías. Qué olor a coliflores hervidas en lejía.
Sólo la música mala anima a emborracharse, pero aquella
era de tan pésimo gusto que paralizaba los labios sedientos.
Crecimos,
y no olvidaré la oscuridad veloz de los inviernos. Subíamos
del colegio guiados por el lenguaje de las linternas de los contrabandistas.
Mi padre halló, escondidos en un almiar de helecho, varios frascos
de perfume francés y ni se atrevió a tocarlos por miedo
al lujo excesivo. Sospechábamos que los matuteros y guardias compartían,
por turnos caballerosamente respetados, el uso nocturno de una borda cercana
al caserío. Algunas mañanas examiné el camastro de
heno e intenté separar las huellas fragantes del contrabandista
de café y los rastros severos del perseguidor.
En
la adolescencia, los poemas de Blas de Otero y César Vallejo me
condujeron a los textos de Karl Marx. Mostré aquellos libros secretos
a los guardias que calentaban el desayuno en la cocina de mi casa. Cómo
desconfiar de unos hombres cuyo deje andaluz o sequedad extremeña
añadía acentos tan gratos al diálogo.
Después
el ambiente se enturbió. En el entusiasmo de la transición
política de los años setenta, unos cobardes dijeron que
íbamos a transformar el mundo, y para ello únicamente hicieron
el esfuerzo íntimo de cambiar la orientación de sus zarpas.
Señalaron con inquina a los guardias. Éstos reaccionaron
con zafiedad. Fui retenido en un control ordinario. Borrachos, me amenazaron
y se rieron de mí.
Desde
entonces, caminé con el presentimiento de ser odiado por los árboles
anochecidos.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
MENÚ
DEL CIELO
«Vas
a morir, vas a morir», me repitió el cura que imponía
silencio cuando debíamos acostarnos. Él se paseaba en el
dormitorio de techos altos y paredes grises y, aunque ninguna luz estuviese
encendida, lo veíamos acecharnos entre las hileras de camas y armarios.
Nos despertaba al amanecer, con las mentes sacudidas por el sonido de
una esquila, depositaba el desayuno y desaparecía después
de anotar en su cuaderno la evolución de nuestras enfermedades.
Los
otros alumnos sanaron, y me quedé solo en la pieza. Mi fiebre no
podía darle calor a un espacio tan grande, y me distraje recordando
la llegada al seminario. Como cualquier viaje a los pueblos cercanos implicaba
entonces una aventura de mapas extranjeros, el coche se perdió
en la niebla. «El auto ha sentido la llamada de Dios», advertían
mis familiares, y yo protesté sin ser oído por el conductor
maldiciente, hasta que divisamos un enorme edificio de hormigón.
Ya era viejo antes de estar acabado, con claraboyas nubladas y patios
de gravilla suelta.
Me
integré en una multitud de jóvenes uniformados. Decían
la palabra espíritu con aspavientos de hombres ruidosos, sin renunciar
a las envidias escolares o disputas deportivas, pero necesité su
desorden en los campos de fútbol. También busqué
esa compañía en el comedor donde vaciábamos las ollas
repletas del rancho que una decena de novicios condimentaba únicamente
con su soltería. Los curas se sentaban a una larga mesa con mantel,
y cronometrábamos cada tiento que uno de ellos daba al vino, a
la espera de otra marca atlética. La transubstanciación
fue un buen invento para aquel vampiro tan aficionado a la sangre de Dios.
Los
fines de semana varios profesores impartían clases de silbido contra
un dictador e íbamos al centro del pueblo. Allí nos aguardaban
las juventudes ateas, que con sus baldes de agua combatían nuestra
mugre medieval y reducían ardores sexuales.
Un
día de invierno, en el recreo, fui empujado, caí de espaldas
y quedé tendido junto a la portería de fútbol. El
médico vino a tocar el dolor de mi columna vertebral.
Eran
los años en que algunos de aquellos curas bajaron a las fábricas
con unas estampas de Karl Marx descubiertas en los evangelios. El que
me vigilaba de noche escogió ese camino y esperé su cambio
de actitud, pero aún dejaba sobre mi mesilla de enfermo la bandeja
con el mismo desayuno: un vaso de leche, dos o tres tostadas y un poco
de muerte para untarlas.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
ÁLBUM
El
que se rebelaba contra las normas del colegio caía en una habitación
oscura.
Ya
habían pasado más de veinte años desde el final de
la guerra, pero el miedo estaba aún en los cuadernos escolares.
Lo vencíamos con la exaltación del juego o mirando el humo
del serrín y de los troncos que ardían en las estufas. También
lo desviábamos con la somnolencia. En invierno hicimos muchas siestas
bajo el abrigo de las imágenes del dictador erguido sobre un caballo.
Sólo
un niño se oponía a los enseñantes del miedo. «¿Habéis
besado el anillo del cuervo?», preguntó con unas hebras de
tabaco entre las comisuras de los labios, mientras señalaba al
sacerdote que dócilmente saludábamos. Admiré su audacia
endurecida por los encierros frecuentes en la sala de castigo con que
nos amenazaron.
Al
entrar en clase, yo sacaba de mis bolsillos las astillas y hojas de árboles
que recogía en el camino. La corteza lisa del haya fue mi amuleto.
Con los dedos abrí las agallas de roble y preparé una sepultura
para aquellas palabras que no había comprendido. Arcabuz, cordillera
y afluente pasaron bastantes semanas en el hueco, hasta que sus significados
levantaron el vuelo.
Cierto
día, una profesora, cansada de mi torpeza al leer, me quitó
el libro y lo lanzó al techo. Las tapas y hojas se despegaron en
el aire. Los folios y las carcajadas de los niños bajaron lentamente
y me cubrieron. Braceé en el interior, y en ese momento comprendí
que algunas risas eran el cuarto oscuro.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
EJECUCIÓN
DE LA INFANCIA
Yo
era espía en las vacaciones de invierno, y vigilaba a un vecino.
Cada
día, temprano, aquel hombre apuntaba con la escopeta al suelo blanco.
Lo hacía casi sin reposo, hasta que se iban las mejores luces y
empezaba a escarchar. Sus pasos silenciosos no interrumpían el
sueño de las larvas.
Una
mañana como otras él mantuvo su mirada fija en un punto
de la superficie y el dedo enroscado en el gatillo del arma, y esperó
las palpitaciones subterráneas. Pero mi angustia disipó
la escena. La figura del hombre subió descosida entre las ramas
de los árboles.
Desaparecido
el cazador, perforé con manos de niño el montoncito de arcilla
helada y dejé caer en el agujero mis regalos: orugas y lambrijas,
o mariposas que volaban sin rumbo en las galerías de los topos.
Pasé
horas a la escucha del trote de los animales en la madriguera, como acaso
ellos aguardaban mis pensamientos y gusanos.
La
realidad disparó mientras yo dormía. Allí estaba,
sobre la hierba ensangrentada, el cuerpo abultado y suave del topo. Y
sus ojos tapados por el pelo de mi infancia muerta.
Palpé
a solas, largamente, la tierra anochecida que aferraban sus uñas.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
RETRATO
DE MI GUARDAESPALDAS
De
noche, con la sombra y el silencio de los habitantes de la casa, el reloj
de pared renueva su libertad. Sus miembros se despiden y dispersan hasta
casi el amanecer. Las ruedas dentadas descienden por los anaqueles de
la biblioteca, mientras el péndulo arrastra con torpeza su movimiento
uniforme y las manecillas navegan por el aire.
Yo
lo observo bien en la oscuridad, porque el daño infligido por el
tiempo que mide ese reloj me ha dado las facultades de la pupila del gato.
Y, confiados, los muelles se acercan al rincón donde lustro el
cristal de la tapa. Cae el polvo del día, la tierra muy seca de
los minutos, esa sustancia negra que depositan las horas. A medida que
los rastros del tiempo desaparecen de la superficie que limpio, algunos
accesorios aumentan su ligereza y energía.
Es
el momento en que cada fragmento vive de manera humana. Veo que las manecillas
se aman o cabecean con sopor, y que las oscilaciones de la péndola
regulan sus euforias y desánimos. Hoy a los muelles les dolerá
la cabeza, a las maderas les llega el aroma punzante de los bosques, y
las ruedas dentadas mueven circularmente una pregunta.
En
cuanto aparece una fisura en el horizonte nocturno, las partes del reloj
se reúnen con prontitud de animales perseguidos por la claridad.
Cruzan la habitación, saltan del suelo a los muebles y suben al
sitio que deben ocupar en la pared. Encajan las piezas en el conjunto
recompuesto y al principio traquetean con respiración difícil.
Cuando las primeras luces bajan de la claraboya y se filtran entre los
visillos, todos los mecanismos trabajan en su celda de fríos auxiliares
del tiempo.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
ANTES
DE LOS CLAVELES
Aprendí
el lenguaje de los sordos gracias a unos hombres que huían de la
pobreza. Llamaban golpeando suavemente la puerta, y yo veía por
una rejilla aquellos rostros asustados. A menudo enfermos, sus gestos
dibujaban las lindes de Francia.
Los
portugueses no nos pedían ayuda en verano; esperaban que un viento
frío recluyese a nuestros guardias en los cuarteles. Y quienes
no sabíamos predecir la conducta de ninguna nube nos orientábamos
al distinguir en los montes la capa verde del agente o el tabardo descosido
del inmigrante. Eran dos penurias enemigas que el contrabandista alumbraba
con una linterna.
Sus
visitas significaron para los niños el descubrimiento de la humildad
y el rostro cetrino. Los adultos hablaban entre dientes contra dos tiranías
y acordaban un precio antes de dirigirse a la frontera que explicaron
con sus dedos. Mis parientes y vecinos los guiaban en expediciones nocturnas
a través de los bosques, y con frecuencia debían cargar
sobre los hombros el cuerpo de alguien herido.
A
veces un prófugo moría en el río Bidasoa y cruzaba
hinchado las pesadillas infantiles.
Años
después conocí escritas las palabras que los visitantes
no me dijeron, y soñé que acompañaba a mis familiares
en el tráfico de perfumes, vituallas y hombres portugueses, y que
escondía debajo de unas hojas secas el pequeño paquete de
heterónimos.
Ahora
veo a esos fugitivos en París, donde tienen fama de cabales y han
construido casas. Desean regresar al país del que escaparon. Me
lo dicen en un idioma común, sin gestos, mientras cierran la vejez
con sus llaves de conserjes.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
INAUGURACIÓN
DEL EXTRANJERO
Vinieron
con brío que era la prisa de su pobreza, y tuvimos que acogerlos
en pensiones improvisadas. A otros más rebeldes o pendencieros
los alojaron en un barracón de hojalatas al que se accedía
por un puente de piedra. Allí vislumbré de noche sus cuerpos
apenas iluminados.
Casi
todos trabajaron en oficios de vértigo para los que no teníamos
coraje. Subidos al techo de una fábrica o sujetos a un poste, soldaban
viguetas y tendían cables de electricidad, y su indiferencia ante
el peligro aumentó la distancia desde la que los admirábamos.
De
dónde llegan, nos decíamos los niños, mientras los
dedos índices iban de Ecuador a los círculos polares del
mapamundi escolar, sin que tropezaran con unos nombres, Asturias o Extremadura,
inventados para nuestro extravío. Aún creció la cautela
con que los adultos los observaban en las calles, siempre desde una lejanía
que les evitase su saludo y el roce de su acento.
Yo
los espié en las cercanías de una taberna y vi que algunos
quemaban con alcohol el trecho que les impusimos. Solamente unas cuantas
chicas se atrevieron enseguida a tratarlos, y nacieron amores que disgustaron
a los nativos.
Por
fin, la muerte fue el imán que nos atrajo hacia los inmigrantes.
Tres o cuatro de ellos cayeron de una altura para pájaros exóticos
y se estrellaron contra el suelo de piedra. Ocurrió al atardecer,
o quizá a mediodía con un cielo sucio, como si también
las luces desdeñaran a esas víctimas, y recuerdo carreras
de mujeres y la claridad rápida de sus velas sobre los rostros
de los caídos. No hubo ceremonias ni banderas humillantes, ninguna
lágrima, pero los muertos se incorporaron un poco, envolvieron
en una sábana sus miembros heridos por el golpe y ensayaron la
postura al arrellanarse en mi mente.
Les
adeudo el favor de haber manchado la pureza dañina de mi infancia.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
SI
SONREÍAS EN EL SUR, TE CACHEABAN
Veníamos
de pegar unas coces futboleras y las chicas se iniciaban en el sexo con
el dial de la radio. Los días eran para el charco, la navaja y
la voz de Matilde Conesa. Las noches, para oír en la emisora extranjera
un poco de esperanza contra el tirano.
Teníamos
la brújula tan estropeada que señalaba dos veces el Norte.
Una de sus agujas nos servía de marcapáginas del devocionario
de Karl Marx. La otra medía melenas rebeldes y tasaba las vidas
normales para que supiéramos el precio de la locura. En el fondo
de la brújula guardábamos el consejo cantado por Georges
Brassens: muramos por ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta.
Los
menos pacatos cogieron el tren. Algunos regresaron con los pantalones
rotos en nombre de la libertad, los pies descalzos y un humo de hierbas
volcado en sus ojos. Al parecer, tal como prometían las canciones
francesas y los poetas catalanes que escribieron a su sombra, la vida
no se repetía tan gris como el verde de mi aldea.
Fue
el final del invierno y el inicio de mi adolescencia. Recuerdo que yo
bajaba la cuesta que otros jóvenes subían. Nos cruzamos
ese saludo vasco en que la cabeza sacude su mudez bovina, y seguimos nuestro
camino. Me volví para mirarlos, porque uno de ellos tenía
aspecto diferente: melenas y barba y, el colmo del atrevimiento en el
país de la clerigalla rijosa y el luto, una pamela.
Aún
lo vi en una fiesta del pueblo. Llevaba escrita en su camiseta la palabra
Ollua, y supe que era el sobrenombre de una mujer de París, donde
ese joven se empapaba de música y teatro vanguardista. También
me dijeron que leía libros, mientras nosotros devorábamos
volúmenes sobre el declive del zapapico en las labores agrícolas
de Anchurieta.
Su imagen e indumentaria transmitían aventuras e idiomas desconocidos
y, gracias a él, prometí no reducir el mundo al tamaño
de un bonsái podado con las tijeras de la provincia.
Pronto llegaron los primeros besos. Aunque esperados, nos sorprendió
su sabor a hupe y hoja muerta.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
DE
CUERVOS Y TRUCHAS
En
otoño el maestro propuso sustituir las aulas por la felicidad violenta
de los frontones, y organizó el entierro de un pájaro. Los
escolares cruzaron en silencio una arboleda, él hizo el agujero
entre las toperas, alguien cantó.
El
profesor era sirviente de un mundo enemigo, porque los padres de sus alumnos
desconfiaban de tantos gozos. ¿No estaba claro que la cultura debía
ser una acidez útil?
Lo
conocí en el hostal de los solitarios, adonde vino enfermo. Cuando
sus fármacos le disminuían el dolor, me acompañaba
en mis paseos por los montes, y me describía la niñez en
el bosque y los secretos del ave escondida cuyo graznido imitaba. Al instante
escuchábamos la respuesta del cuervo. La fraternidad equivocada
de ese diálogo podía durar varios minutos.
Algunas
veces el maestro bebía unos licores hirientes, y lo veíamos
caminar con su mirada perdida. O conducía con una sola mano el
coche, mientras con la otra lanzaba por la ventanilla unos papeles minuciosamente
cortados. También fueron habituales sus cabriolas y volteretas.
Cierta
noche quiso definirme el momento principal de su vida. Recordaba los detalles
del día en que pescó una trucha, y explicaba su asombro
al sentir las sacudidas de la muerte en el cuerpo del pez. Se quedó
paralizado, sin fuerzas para devolver al agua aquella muerte.
Él
murió con menos de treinta años. Los colegiales y adultos
lo despidieron con emociones opuestas, mientras yo pensaba en un pez acróbata.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
MUERTE
ROÑOSA
Cuánto
me gustaban sus manos en mi cuerpo asesino.
Palpaba
con cuidado de amante aprensivo todo mi mecanismo. Me transmitía
la mezcla de placer y temor en cada una de las manipulaciones. Creo que
incluso sentí su orgullo cuando me introdujo en la bolsa y me transportó
al lugar del crimen. Ningún otro hombre de la organización
estaba autorizado a tocarme.
Yo
debía estallar debajo de un coche, donde fui colocada con el miedo
frío que impongo, en el instante en que el enemigo encendiese el
motor. Un detalle desbarató el plan: aparcado en las afueras de
la ciudad, el automóvil había sufrido un percance mecánico
y el dueño desechó la idea de repararlo. El futuro consistirá
en deshacerse bajo la hojarasca y los óxidos.
Han
pasado muchos meses. La tierra y los pequeños animales que veo
desde el vehículo al que estoy adherida me ayudan a adivinar las
estaciones sucesivas. Las hormigas atareadas, el barro, la hierba que
crece o la nieve que se diluye en el descampado miden mi lenta despedida.
La
roña avanza sobre mis metales. También el musgo y otras
formas de vida que se burlan de mi impotencia.
Oigo
griterío humano y ruidos de máquinas mientras envejezco
tan abandonada como vosotros.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
LOS
HOMBRES INTERMITENTES
Amé,
fui rechazado y desaparecí.
Me
abandonó una mujer que, conforme se despedía, borraba mi
cuerpo. Su ausencia me volvió invisible. Acudí al trabajo,
donde hice las tareas de costumbre, pero nadie pudo notar mi presencia;
entré sin ser visto en los lugares concurridos de siempre. Ningún
familiar o conocido sufriría por perderme, porque también
mi pasado se evaporó en sus recuerdos. Encontraron mi imagen en
los álbumes y sólo distinguieron un fondo de vegetación
indefinida. Los amigos se acercaron a mí como si atendieran a un
bloque de aire.
Mi
sufrimiento se apretó en una ráfaga con que tocaba a quienes
me habían acompañado antes del eclipse. La soledad era pasar
por debajo de aquellas ropas.
Años
más tarde, quise a otra mujer. Ella retuvo el soplo del que surgieron
dos brazos y piernas, unos labios pegados a los suyos. Saqué mis
zapatos escondidos detrás de los arbustos, y regresé despacio
a las fotografías. Y, cordiales, todos nos miramos envejecidos
con naturalidad.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
DOS
ESPEJOS PARALELOS
No
sé quién tuvo la idea de construir esta vivienda para personas
desaparecidas. Los primeros hombres que llamamos a la puerta ya veníamos
con las facciones desdibujadas, como si una careta inexistente ocultase
nuestros rostros, pero inmediatamente nos sentimos protegidos por el espacio.
El
edificio pasaba inadvertido. Ningún caminante se detenía
para fijarse en la casa también cubierta con una tela ilusoria
que difuminaba las piedras y los balcones de su fachada. La intuición
mecánica de los automovilistas impidió el choque contra
un fantasma.
Al
entrar en la residencia, cada nuevo habitante recogía los objetos
que dejó extraviados en el último lugar donde fue feliz,
y yo recuperé la urna con cenizas del caballo desde cuyo lomo vi
a mi padre segar una pradera.
Nos
acodábamos en los miradores, y de repente descubríamos,
entre tantos paseantes, a quienes nos hirieron o abandonaron. Sin reconocernos,
en ocasiones ellos hacían gestos involuntarios que eran saludos
a sus víctimas.
Descendíamos
a la calle para conducir hasta el refugio a otros hombres y mujeres de
rasgos confusos. Se llenaron las habitaciones y hubo que ocupar y recomponer
las ruinas de los inmuebles cercanos.
La
ciudad se partió en dos espejos equidistantes que por más
que crezcan no podrán encontrarse.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
VECINDARIO
Naciste
mucho antes que yo, pero no envejeces.
Creo
que saltaste de los labios de mis padres, y ya me trastornaron tus insinuaciones
de maleza. Me marean, pensé, los terrones y las puntas de arbustos
que deja ver a su paso.
Luego,
excitado, te busqué en todas mis edades. De niño divisaba
tu cuerpo inaprensible en cuadernos de hojas cosidas, pero huías
por las toperas que excavaste debajo de los renglones. Removí con
un palo los orificios de las madrigueras, y sólo encontré
el zumo incitante. Siempre fuiste más ágil que mi deseo.
Tuve
que padecerte en la adolescencia, cuando tu malicia me instigaba desde
lejos. Querías que escuchase los gemidos que te arrancaban tus
mejores amantes: el lector ciego, otro que vino de los Andes y un traficante
francés. Me vacié en cada sonido y escribí:
Para
que yo te ame,
ponte el pecado.
Hasta que los dos caímos en una de las trampas tendidas por tu
humedad, y con zarpazos te desgarré el vestido de verano. Mi lengua
serpenteó en ese barranco negro.
La
fuerza de la juventud no pudo unirnos. Harto de mi incapacidad, te llamé
prostituta del vacío y cualquier insolencia. Al anochecer me sentaba
en una calle desierta y tú pasaste con un balde lleno de peces.
Ahora
que recuerdo aquellas pasiones, nos visitamos en paz y agito tus regalos.
Me diste tres botellas, dos en la infancia, una en la edad adulta; todavía
paladeo tus voces que no entiendo. A cambio renuevo las antiguas picardías
y digo te probaré despacio, hazte un ovillo y entra en mi boca,
vecina palabra.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
PAISAJE
VISTO DESDE EL SAXO DE JOHN COLTRANE
Los
monjes del alcohol pasan el día en las calles y al anochecer regresan
a sus monasterios de cartones rasgados.
Ya
no buscan el retiro para ser anacoretas; toda la urbe es lugar solitario,
porque los paseantes y conductores de automóviles circulan a una
velocidad de viento repentino.
Los
monjes se saludan levantando su muerte embotellada.
Se
acercan algunos fieles que les sirven cucharadas del cuerpo de un dios
diluido en humeante sopa industrial.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
BAÑOS
La
primera vez se vieron en un país extranjero. El calor del desierto
se metió en la medina de la ciudad y ya no supo salir del laberinto
de una bandeja de cobre batido. A ella le apeteció entrar en las
aguas de aquellos ojos. Nadó agitando los brazos con un movimiento
circular, y al volver a la superficie llevaba adheridas algunas gotas
azules de las pupilas del hombre que acababa de conocer.
A
partir de ese día se encontraron con asiduidad. Al caer la tarde,
ella lo esperaba en una esquina del callejón de los curtidores.
Él aparecía aún con el gesto encorvado que mantenía
al dibujar sólo las cosas posadas en el suelo: sombras de cedros,
cubas de cal, cortezas, arenisca.
Pasaron meses recorriendo en silencio mercados de tapices de nudos.
Regresaron
por separado a sus tierras. La mujer puso sus pocas pertenencias en un
automóvil y rodó por ciudades de idioma desconocido. Coincidía
con él en algún punto del viaje. Luego abandonó las
carreteras para refugiarse en un barco. Nuevas ausencias con ocasionales
escalas en las que el hombre repetía sus visitas de costumbre.
A veces la mujer permanecía desnuda en la fosa del velero y, pasado
el tiempo, observó que los rastros de los iris del amigo en su
piel habían perdido fuerza. Vino la vejez montada sobre un banco
de peces.
Fue
también el momento en que supo que la enfermedad destruía
el cuerpo y el coraje del dibujante, y acudió a despedirse. Se
miraron intensamente. Ella volvió a sumergirse, como en un primer
encuentro renovado, en los ojos del hombre. Estiraba y flexionaba simultáneamente
las piernas en el agua. Cuando él se calló, la mujer nadaba
de espaldas, sus brazos se movían alternativamente como un molino
en los ojos del agonizante. Todo para absorber el azul regresado.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
MUÑECO
Y GUÍA
Qué
niños tuvieron un juguete tan grande.
Mide
casi dos metros de alegría que asoma o esconde entre los árboles
del patio, y camina con torpeza que no es tanto el achaque de la vejez
como el deseo de provocar la risa de los niños. La belleza de su
rostro ha cambiado sin morir.
Amigo
de chamarileros, hurga en los objetos de lance y extrae una joya sepultada.
Coloca su pieza en el refugio lleno de cubas y tinajas españolas,
pergaminos medievales y estampas japonesas. Todo en un desorden aromático
y acogedor.
Un atardecer se sentó a la mesa y dijo mi vida ha sido bella. Evocaba
a su padre despiadado. La guerra en que me obligaron a participar me pareció
piadosa por la lejanía de mi padre. Me desquité con un sueño:
eyaculé hasta cubrir el sol. A partir de esa imagen, le hice frente
sin miedo.
De
joven decide marcharse a Argel. Lo recuerda con gestos que trazan una
medina. Allí se enamora de una mujer que posaba para los retratistas
y corregía sus errores. Cuando de noche bebemos un último
trago y surge el nombre de la ciudad en que vivieron, el vino libera perfumes
de aquellas callejuelas del Sur y hay un sol implacable en la nostalgia.
A menudo sus dedos tamborilean sobre los cristales de la puerta y trae
alimentos asados con no sé qué hierbas. Descorcha las botellas.
Ningún clima le altera el ánimo. La repetición del
cielo gris no le impide apreciar sus matices. La lluvia, el viento, la
escarcha y el calor son saludados por él con gratitud.
Intento
vivir durante minutos las sensaciones del hombre al que se le acaba el
tiempo y en cuyas manos larguísimas se transparentan unas venas
azules, y me pregunto dónde nace su alegría. Caen algunos
copos de nieve que celebro.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
MUERTE
TRANSITABLE
Todas
las mañanas, antes de empezar los trabajos del día, miro
durante varios minutos las flores plantadas delante de mi puerta. A los
pies de las dalias, unas hormigas recorren el tapiz de pétalos
caídos. Con las derrotas que impone el tiempo ellas han construido
su camino.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
CARTA
A LEONARD COHEN
Ahí
están las calles de compás negro, donde los cortejadores
de la aguja calientan su porción de olvido. Suena un concierto
de ambulancias sinfónicas.
Es
invierno en París y, bajo los soportales, canta una mujer muy bella.
Las miradas de los viandantes acarician su vestido de aguaturma. Ella
sonríe desde la pobreza elegante, apoyada en una pared que parece
un signo de interrogación, y a veces me habla con esa leve dejadez
de quien habita en casas en las que nadie barre la tristeza. Al final
canta tus canciones. Entorna los ojos y los versos se posan sobre un diminuto
cadáver embozado en escarcha.
Sé
que envejeces, Leonard, que oyes cómo en la habitación contigua
gozan contra ti las mujeres amadas y que te alivias describiendo el peso
de la melancolía cifrada en lluvia. Te convendría ver tu
emoción hecha vaho que despiden los labios más peligrosos
de mi urbe. Aunque nunca conquistarás a esta mujer que ya se ha
comprometido en amor con tu palabra.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
BIOGRAFÍA
Hubiera
agradecido algo de viento, que unas hojas y el polvo se moviesen entre
los edificios rojos. Cuando llegué a la ciudad, mi perro caminaba
como títere apaleado por la batuta del sol.
Busco
a alguien que se llama como yo, que ha tenido una vida idéntica
a la mía. Grito mi nombre a las ventanas y puertas cerradas. Al
fin un hombre me ve desde su mirador enrejado, desciende y se aproxima
mientras repito la llamada. Después, dos niños se unen a
nosotros, y también los animales asoman su curiosidad temerosa.
Poco a poco, aumentan los grupos de mujeres, muchachos y viejos que acuden
a la cita. Todos desconocidos, en sus rostros se repite un rasgo común:
mi mirada.
Dónde
está el hombre al que llamo. Quizá no pueda abrirse paso
entre quienes me acompañan. Caigo en el aire quieto. Ellos se disponen
en círculo alrededor de mi ausencia.
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
RETRATO
DE UN HILO
La
zumaya gorjea suavemente
sobre un cadáver y, mientras amanece, eleva
su delgado alfabeto.
Una
muchedumbre avanza
con la mirada fija en la cosecha del río,
y ya se percibe a los que prenden fuego al muerto,
y la música que arde
como una leña triste.
Pasan
dos hombres sobre una bicicleta ruinosa
cuando el aire, ese adiós que se respira,
riza su seda en el suelo.
Y llegan todos a la orilla:
el que habla entre bancales de almendros,
el de la belleza quemada,
el que lleva el mistral en los ojos,
el vagabundo que despliega
su cuerpo como un vaho,
una muchacha que amó las tormentas
y que ahora aspira a que su hermosura
sea una senda de agua,
un viejo que sueña con caballos
y bebe despacio su vaso de tiempo.
Ven
en la existencia un decorado de la travesía
y en el hombre una migración suspensa.
Después
miran en el río
el resumen de los que vivieron.
La corriente vuelca las quemaduras,
un mirlo termina el canto
y la luz se incrusta en sus propias pavesas.
Benarés,
Ganges, octubre de 1991
(Del
libro Retrato de un hilo. Hiperión, 2013)
GUÍA
Esa
búsqueda fluye
para que el hombre no sea
sólo una pausa de la muerte.
(Del
libro Retrato de un hilo. Hiperión, 2013)
ELOGIO
DE LA PLANICIE
Retén
estas horas anodinas
con falta de tesoro:
días de azul esquivo
y severidad de llanura.
Todo
lo que ahora te inflige tedio
e indolencia para convidarte a la vida
erigirá con los años la añoranza
de dicha que descuidaste
o se posó delicada en tu desdén.
(Del
libro Retrato de un hilo. Hiperión, 2013)
CITAS
CON EL DICTADOR
Recibo
la visita de mi enemigo.
Llevaba
algunos años sin verlo
y, con algo de lástima, examino
su aspecto arruinado por la edad,
su traje de olvidada moda,
su valija de oscuridad inocente.
Aunque
en lejanas geografías,
hemos envejecido juntos.
Nos saludamos con sorna que calcula
el mutuo hundimiento.
Yo, la víctima, sólo he abandonado
los dones momentáneos de la juventud.
A él, mi verdugo, el tiempo le ha roído
los cimientos de toda fuerza:
el misterio que impone su distancia a los otros.
Dolor,
he aprendido tus maquillajes.
Construí un refugio de resistencia
en la penumbra que fuiste
durante las horas de tiranía.
Ahora,
dolor, déspota senil,
me observas con inquina endeble
que parece un achaque de tu ocaso,
te contesto sin levantar la voz,
con odio liso.
Casi
me apena cuando quiere amenazarme
con esa luz vaciada.
(Del
libro Retrato de un hilo. Hiperión, 2013)
VISITANTES
Los
días que viví se han unido y hablan en voz baja. Antes que
yo empiece a escribir, ellos susurran: la poesía no es una delicadeza
decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
GENTE QUE CAMINA EN MI MENTE
De
noche suenan los teléfonos y escucho las voces que llaman desde
el país donde nací.
Me anuncian la muerte de una persona que
conocí en mi infancia o juventud e, inmediatamente, siento la desaparición
de un paisaje. La superficie que se desgaja deja en la niebla un torso,
los brazos, los pies que fueron dos caminos paralelos. El roble y la higuera
son ojos borrados cuando las frases salen del teléfono y entran
en mis oídos.
En mis visitas a Lesaka, compruebo que los
terrenos se han encogido. Las púas de los alambres que delimitaban
las praderas sujetan ahora unos retales blancos, y el viento bate esos
jirones de las ropas de los ausentes.
Otras llamadas siguen despegando las calles
del pueblo, y aumenta el grupo de hombres y mujeres que pasean en
mi memoria al despedirse de una patria de huecos.
Pronto seré el viejo que lleva en
un bolsillo toda la extensión de su tierra.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
LOS DESCALZOS
Todos
mis familiares eran doctores en nubes o esclavos del horizonte, y pasé
la infancia descifrando el suelo celeste: hormigas, guijarros, hojarasca.
Mientras arreciaba la lluvia, me protegía debajo de una carreta
y vi los pies de los segadores.
No tuve calzado antes de ser adulta,
dijo la madre. Estas palabras fueron entonces mi Finisterre; las escuché
pronunciadas sin reproche ni dolor.
Sus sílabas construyeron un muro compacto, con una altura que
agujereaba las nubes.
La tapia se compone ahora de zapatos unidos
por la penuria. Es el único material que ensambla los fieltros,
pieles, lengüetas, cordones, suelas, ojales. También el clima
se ajusta a la pobreza, y la grava, la hierba y el barro se volvieron
transparentes en la frase con que una muchacha levantó la pared.
Los sonidos de aquellas palabras son los cimientos.
He vivido con la necesidad de abrir mentalmente
una fisura en la tapia infinita de zapatos. Con cautela quito los primeros
pares, vigilo el conjunto y trabajo temiendo su derrumbe. Despacio logro
el hueco que mi ansiedad atraviesa.
Al llegar a las tierras del otro lado del
muro, compruebo que la vegetación y los minerales están
envueltos en la niebla salida de mis ojos.
Camino guiado por unos destellos lejanos.
La luz separa las brumas; viene de los pies descalzos de una niña.
Reconozco la
silueta de mi madre y hacia ella me dirijo.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
LA ENTEREZA
El
equilibrio fue mi padre.
En
una tierra de coleccionistas de lindes, veíamos a pocos hombres
con la altura de su serenidad. Imperturbable, el humor y la rectitud eran
las dos fuerzas que compensaban su carácter, y con ellas dirigía
nuestra niñez.
Nunca
practicaba la pequeñez humana de escucharse sólo a sí
mismo. Tuvo abierta la quietud para recibir las turbaciones ajenas, y
nos daba cita en una habitación bien iluminada por la ironía.
Las
maldades lo aburrían, y a todas las reuniones aportó los
panes y el escepticismo con deseos de ayudar.
Durante
los meses de la enfermedad última, su cuerpo grande perdió
tamaño. Pero los dolores no le redujeron la calma que aún
nos acogía. Con una mínima seña desocupó parte
de la impasibilidad y allí depositamos todos los miedos.
También
las palabras finales construyeron para nosotros un cobertizo con la grieta
de la risa.
Seguimos sus instrucciones y embotellé
la ausencia en los frascos de medicamentos de la despedida.
Muchos años más tarde, noté
su presencia muy lejos de los lugares que él conoció. Al
acabar el verano, en la escalinata de las cremaciones de Benarés,
unas mujeres lavaban las cenizas de los familiares muertos. En las cercanías,
algunos ancianos caminaban impávidos. Sin alterarse, parecía
que en sus mentes la mesura iba a apagar los fuegos de los crematorios.
De repente, sentí que sobre los peldaños
de piedra empezaba a bajar el equilibrio de mi padre. Giró como
una rueda hasta caer a las aguas del Ganges.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
ÚLTIMO
VERANO
Tenía
tres años más que yo y también me superaba en asombros.
De ingenio ágil, esbelta y con melenas
rizadas, su movimiento casi continuo nos incitaba a vivir. La veíamos
ascender una cuesta y al poco rato descendía impetuosa por una
ladera.
Detuvo las exaltaciones en los momentos decisivos
de nuestras vidas. Pacientemente se sentó a mi lado para que juntos
mirásemos unos minerales extraídos de su ansiedad: las páginas
de los libros que compraba para mí. A los catorce años empecé
a jugar con aquellas sustancias cuyo significado parecía cubierto
de tierra y raíces de alguna mina profunda.
A pesar de su juventud, mi hermana poseía
intuiciones antiguas. Como el animal que no se equivoca de espacio y desentierra
el alimento sepultado en horas de abundancia, sabía dónde
buscarme las palabras. Seleccionó las líneas para desadormecer.
Los domingos, antes de irse a sus distracciones de adolescente, dejaba
a mi alcance las lecturas que había seleccionado: Francisco de
Quevedo, James Joyce, Vicente Aleixandre, Octavio Paz.
El tiempo restante fue para la euforia y
las oscuridades del fondo. Me trajo con puntualidad su provisión
de inquietudes, pero por seguir su modelo luminoso lancé al aire
un puñado de larvas que había arrancado de los textos de
Lautréamont.
Era aún veinteañera cuando
la enfermedad le redujo la alegría y el peso. Permanecía
en silencio, y entre nosotros se adensó la niebla de los parajes
donde ella rastreaba las palabras. Como si las frases hubieran igualmente
adelgazado o perdido sus adherencias de gozo y misterio, dejamos de hablar.
En el último verano compartido, probó
una postura. Nosotros nos agachamos para imitar su muerte recogida en
el hueco de las palabras vaciadas.
Cuando pienso en ella, palpo un obsequio:
me acompañó para que yo supiera estar solo.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
BANDADA
DE TIJERAS
Fue
a finales de los años cincuenta del siglo XX. Mi hermana, en medio
de un paisaje verde, lloraba mientras recorría un camino de tierra.
Enseguida me describió las burlas padecidas en el colegio. Ella
se expresaba en el euskera que nuestros padres nos enseñaron, y
sus compañeros se reían. Para que yo no sufriera, me hizo
aprender sin ira el castellano y sentí que con cada nueva palabra
recibía un escudo. Así construí el muro detrás
del cual Jorge Luis Borges, César Vallejo o Luis Cernuda me regalaron
libertades. Comprendí que aquel refugio significaba igualmente
una apertura.
Al poco tiempo, la democracia trajo deseos
justos de recuperar los idiomas apartados por el franquismo. Entre algunos
supuestos protectores del euskera no faltaron las desmesuras. Tachar los
letreros viales escritos en español fue una de sus tristezas culturales
preferidas. Con palabras borradas cerraron las mentes. Su desafecto hacia
otras lenguas era la prueba de la insinceridad con que defendían
la propia; vi que usaban esa aventura para llenar el vacío íntimo.
Al cumplir años he perdido convicciones. Una de ellas sigue conmigo
y sé que va a acompañarme hasta los últimos días:
quien ama un idioma ama todos los idiomas.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
LA
CASA DE MI PADRE
Desde
la vivienda primero se veía el miedo y después el color
verde del paisaje.
Ahora digo:
Defenderé la casa de mi padre contra
la pureza y sus banderas ensangrentadas.
Para defenderla, regalaré cada una
de sus piedras, ventanas y puertas. Las recibirán quienes no piensan
como yo.
Los nuevos habitantes airearán los
solivos y escaleras; alzarán el vuelo bajo de nuestros espíritus.
Defenderé la casa de mi padre abriendo
una brecha en el tejado; por allí gotearán los idiomas y
músicas venidos de tierras desconocidas o remotas.
En la defensa de la casa vaciaré el
orgullo con que dibujamos una frontera de árgomas mojadas.
Descompuestas las paredes, ningún
adversario vivirá ovillado en el nombre de un animal.
Sólo veremos un clavo enfermo en el
sitio donde estuvieron las frases de quien justificó el crimen
político. El silencio ha desnudado a los que callaron ochocientas
veintinueve veces.
Sin enemigos, el poeta Gabriel Aresti se
recostará aliviado en la nobleza de los lobos.
Ofrecida la casa, impediremos que en el espacio
de su ausencia y memoria los hombres sean extranjeros.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
CIEN
PALABRAS GEMELAS
He
llegado a la Zona Cero de Nueva York. Sin dejar de estar solo, soy un
punto de la muchedumbre que se inclina y pone la cabeza en el pavimento.
A él cayeron casi tres mil personas sacrificadas en nombre de un
dios con las dimensiones del odio humano. En el suelo escuchamos ahora
un mensaje. Dice: el grito era un gran bloque que nos impedía ver
los paisajes. Con muchos esfuerzos musicales y simbólicos, conseguimos
afinar la silueta del grito. De su interior, de las simas del pánico,
sacamos estas pocas palabras: el triunfo consiste en no haber herido.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
CONOCIMIENTO
Ya
la vi en los primeros días que recuerdo. Al principio la gota estaba
a una altura inalcanzable: en las cimas de los grandes árboles,
pendiente de una hoja invisible. La distancia no difuminaba la imagen,
y percibí en su interior algunas palabras borrosas. Con el sol
del verano la gota de agua aparecía sin sujeción en el horizonte.
Conforme crecí, la gota descendió
hasta el alero de un tejado. Mis años fueron el imán que
me acercaba a una esfera de palabras siempre ilegibles. Llegaron los días
violentos de la juventud y ella los acompañó desde una tapia.
En la edad que precede a la vejez la encuentro suspendida de los arbustos
y hierbas. Solitaria, sobresale incluso en medio de la lluvia.
Los viejos no caminan con lentitud por culpa
de la carga del tiempo; sólo intentan no pisar la gota de agua
caída al suelo de los últimos caminos que recorren. Hasta
que los pies cansados rompen esa pequeña bolsa líquida.
De ella salen libres las palabras indescifrables cuyo significado, por
fin esclarecido, nadie puede transmitir.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
TRAVESÍAS
Desde
los primeros minutos fui integrado en la locomotora. Mis pequeños
mecanismos, bagajes y mercancías forman parte de uno de los vagones
que la máquina arrastra. Nuestros rostros son las ventanillas.
Todos los cuerpos enlazados sobre los raíles viajamos al deseo,
y la travesía es una búsqueda de frutas, sexo, monedas.
Las necesidades trazan el circuito. Su azar guía a los conductores.
Los demás viajeros nos atraen por sus sonidos en una curva, el
brillo acelerado, las humedades violentas.
Velozmente exponemos e intercambiamos unos rótulos: posesiones,
creencias, juicios.
Con las breves paradas de la locomotora, los pensamientos calculan el
caudal del deseo: una imagen de los relojes que avanzan sin desunirnos
de la juventud, unas lejanías de abundancia, la lujuria obediente.
El tren circula entre montañas nocturnas, dejando a un lado pueblos
blancos con nombres de religiones, sistemas políticos, ideales.
De vez en cuando atropella a un ser solitario que, cegado por las luces,
cruza el camino de la disidencia.
En la madrugada del extrarradio vemos cuerpos de hombres caídos,
abiertos en canal por una reja de niebla.
Cerca de alguna estación, en un terraplén o túnel,
mis engranajes empiezan a desprenderse de la máquina. Mi silueta
de cables sueltos y vidrios rotos será abandonada en otra frontera.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
ORQUESTA DE DESPARECIDOS
Diariamente,
al atardecer, escucho a los músicos. Si me traslado a algún
país extranjero, ellos hacen el mismo viaje que yo y coincidimos
en una explanada, en los mercados, en un refugio.
Los miembros de la orquesta recorren
las rutas escarpadas y los desfiladeros de mi memoria. Los he visto de
noche, extenuados, mientras suben a pie o en bicicleta una colina de mis
pensamientos. Llegan empapados de recuerdos a las nuevas ciudades, pero
los primeros compases que interpretan limpian sus ropas.
Las personas que se alejaron de mi vida
forman la orquesta. Sus muertes o su desamor se han convertido en música.
Una mujer que me amó empuña
el micrófono y canta con la cabeza llena de peces. Se palpa los
animales marinos hasta que el pez del dolor despuebla su mente. Entonces,
con las notas finales del blues, entrega a los oyentes un pequeño
esturión que lleva en la boca los filamentos luminosos de los días
que vivimos juntos.
El contrabajo lo pulsa otra antigua amante.
No es bella sino algo más peligroso, porque ha nacido en un país
de gatos libres. Mi padre y mi hermana abren sus ausencias con el arco
del violonchelo. La madre golpea en el timbal nuestras pieles de ancianos
bebés.
Encogido detrás de los instrumentos,
el amigo que me traicionó pone cerca de sus pies de percusionista
el sombrero adonde caen las monedas caducadas.
Soy todos los espectadores. En las filas
delanteras se sitúan el niño sucesivo, el adolescente que
caminó entre vidrios de diccionario, los jóvenes que fui.
Acabado el concierto, cada componente del
público vuelve a adentrarse en mí y la orquesta de desaparecidos
ve mi disolución en el paisaje.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
ORACIÓN
LAICA
Sin
templo ni dogmas, sin rito ni devociones, he desocupado un paraje mental.
Lo ocupará una piedad sin recompensas.
Piedad por los que únicamente conocen las libertades del silencio.
Piedad por quien ha crecido alimentado por los abandonos.
Piedad por los que al abrazarse aprietan una escalera solitaria en el
cuerpo de la persona amada.
Piedad por los hombres que regresan a la infancia y aprenden más
dolor en los hospitales.
Piedad por el apedreado en el callejón oscuro de las razas.
Piedad por nuestros habitantes perdidos en
la sima de un pensamiento. De noche los encontramos mientras suben una
montaña. Caminan con la energía de los antiguos esclavos.
Piedad por los que duermen o se despiertan
sin cubrirse con los apellidos de una patria.
Piedad por quien llega solo y sin equipaje a los tribunales de su conciencia.
Piedad por los que desean a hombres y mujeres
cercados en la niebla de un despeñadero.
Piedad por quienes con su amor disidente golpean los muros de la moral.
Piedad por los que sobreviven escondidos en una creencia.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
TESTAMENTO
Me
gustaría que sobre mi muerte se plantase el árbol de la
discreción.
(Del
libro Orquesta de desaparecidos. Hiperión, 2015)
50
Albert Camus define así a la persona rebelde: “Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento”. Anoto en una página el destino que quiero darle a la palabra no. Cuento mis diecisiete frases iniciadas con una negación. Las pronuncio. No aprender gritos. No herir a los hombres diferentes, sino celebrarlos. No conocer los himnos con que se dibujan las fronteras de las razas. No condimentar con resentimiento mi vida breve. No adherirme a ninguna rebeldía cómoda. No tener tiempo para medir el error ajeno. No ir nunca a las playas de los rencorosos. No refugiarme bajo el techo del viva yo colectivo. No poseer otra bandera que una ética secreta. No afilar mi fracaso para que sea la flecha de un insulto. No sostener los platillos de sangre de la justicia. No aplaudir los disfraces de la crueldad. No a las multitudes que silencian al individuo. No huir de mi imagen reflejada en la vejez. No colaborar con mis habitantes cínicos. No ser un monje dormido en la niebla de su convento. No ser un segador amargado.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
70
He pasado muchas horas de aprendizaje en centros a los que nadie desea ir. Los pasillos y salas de espera de los hospitales son libros que me instruyen. Las personas que limpian, los administrativos o las enfermeras se adentran en mí; convertidos en páginas, han iluminado mi ignorancia. Otras lecciones me esperan con formas variadas. Las veo detrás de una mascarilla, en los guantes esterilizados, en los pliegues de una bata. El conocimiento gotea de las agujas. Está sentado, sin fuerzas, en un consultorio. Se emboza con la sábana que cubre una camilla. Algunas palabras que me orientan son un medicamento líquido encerrado en un gotero. Para que las estudie, nuevas frases se han posado en la oficina de urgencias, el botiquín, la bandeja, el archivo, la mesa operatoria, el lavabo. He bebido despacio un agua con sabor a quirófano. Al abrir las ventanas de una habitación, leo también las páginas exteriores. Lo anodino era sólo la torpeza con que fui anestesiando mi vida diaria. Desciendo por las escaleras de las aulas. Salgo dispuesto a retener lo aprendido. En las proximidades de los hospitales circulan las ambulancias de la filosofía.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
76
Al atardecer se acelera la corriente de viajeros que regresan a sus casas. Un hombre negro, fornido, desenfunda su saxo y se sitúa en el rincón con mejor acústica del metro de París. Suena un jazz clásico. La voz sube para que de las prisas de los viandantes se desprendan unas monedas. Las notas de las canciones van agujereando los carteles publicitarios. Unas plantas de tallos rojos y cápsulas de semillas envueltas en pelusa blanca salen de los hoyos y desaparecen. Tres personas escuchamos los paisajes, las cosechas de Georgia, Luisiana o Mississippi. El ritmo de los compases arrastra cuatro siglos de captura, tráfico y hacinamiento de esclavos. A pesar de apresurarse, los pasajeros se mueven en un tiempo inmóvil. Estamos en el siglo XIX. Mis vecinos caminan por una plantación de palabras. Los sonidos del saxo trazan las curvas de su trayecto. El dolor es el lindero y la fuente. La pulsera roja del músico ha sido fabricada con los hilos de una herida. Me fijo en los pelos blancos de la barbilla del cantante. Son restos de los campos de algodón en que nació la rabia del blues.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
78
Algunos miembros de mi familia murieron después de largas enfermedades. Cuando aún era adolescente, vi la agonía de mi padre y de un tío materno. Las imágenes de su dolor me convirtieron en un hombre viejo antes de llegar a la edad adulta. Mi juventud fue la de un anciano sin amargura. La contemplación temprana de la muerte me había apartado del lujo de las lágrimas. Quise exprimir el tiempo. Y la queja, el hastío y la ira me parecieron diferentes formas de comodidad. Pero no me rendí a la dureza de carácter, sino que todo resultó suave: dejé a un lado ciertas trampas. Percibí que el resentimiento poda los días o acelera los relojes. Han pasado décadas. Las he vivido con una intensidad lenta. O con un asombro que encierra partes perdidas de la adolescencia y juventud. A menudo regresan los sonidos y las palabras últimas de mi padre. Terminan de construir una muralla que me sirve de filtro. La gratitud es el tamiz que me separa de lo oscuro. Y con las humillaciones del dolor he moldeado mi respuesta: celebrar la vida contra las amenazas de su sufrimiento.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
81
El laurel del patio mide más de diez metros de altura. Ancho, de copa densa, su ramaje se extiende cerca de la glicinia, el naranjo de México, los automóviles, las personas. Su crecimiento divide en dos bandos a quienes vivimos en el lugar. Unos lo admiran. Su fuerza duele a otros. Unas semanas antes nos reunimos para decidir si íbamos a podarlo o abatirlo. Acodado en la ventana, un vecino mira el árbol. Mientras nos habla, salen de su pecho unas hojas, un tronco de rencor liso, unas bayas oscuras. Suben a sus labios los esquejes, las semillas y los insectos que luego descienden por sus palabras. Dos jóvenes cortan las ramas excesivas, pero no consiguen podar la amargura del hombre que los observa. Continúan los diálogos. Caen sobre los adoquines unas flores amarillentas. También los parásitos de las frases que los hombres decimos. La inquina, la indiferencia y la compasión regulan el volumen de las voces. Entiendo que cada habitante del patio se encuentra solo frente al laurel. El árbol es un espejo grande. Refleja nuestras vidas. La imagen que vemos en él nos acoge, nos hiere o perdona.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
83
Vino con esposa, hijos y mucha pobreza. Se alejó de Castilla para emplearse en la industria siderúrgica de Lesaka. Lo recibimos con paisajes verdes e indiferencia. Él respondía con discreción y trabajo. Su tiempo pasaba medido por la escuela, el alimento y la ropa logrados para la familia. De tarde en tarde, buscaba alivio contra la violencia del desdén que le transmitíamos. Bebía para no emborracharse con nuestro racismo. Trastornado por el alcohol, descargaba en los bares un fardo de heridas confusas, y le contestábamos con displicencia clara. Al despedirse, huía de otra pobreza: la de ser un forastero en el vecindario. Se refugió en su hogar y en la fábrica. No siempre. En las fiestas del pueblo fue protagonista de un acto imprevisto. Detuvo la música. Quemó, con rabia lenta, un fajo de billetes que había ganado después de no pocos esfuerzos. Distinguimos el desquite en unas llamas. Las culpas y humillaciones componían el humo. Niño aún, me pareció un suicidio leve. El hombre dijo frases que los beatos del dinero no comprendimos. Con los ojos de su rebeldía vi arder el dolor que le causábamos y nuestra pequeñez.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
85
A partir de cierta edad, vemos nuestra biografía en la naturaleza. No importa que el paisaje sea fértil o seco. El pedregal, la estepa y el bosque resumen tus días. Lo confirmo al cumplir un sueño: contemplar varios fiordos de Noruega. En la ruta de Oslo a Bergen, los montes y cerros abren su belleza y liberan mi pasado. Ahí están las laderas abruptas que son los años. Los goces y angustias salen de las piedras. Puedo tocar unas vetas de juventud y fatiga. Sigue el viaje. La bruma cubre los deseos. Si analizo los cambios de carácter, el resultado fluye en un río o se esconde en una borrasca. Me detengo al pie de una colina. Duermo con los sonidos de las corrientes de agua. El camino de vuelta a casa es el reencuentro con las islas interiores de la adolescencia. Los miedos de la niñez se adentran en la cabaña del pintor Edvard Munch. Han sido cuarenta y ocho horas ante un espejo fabricado con arbustos, matas, hierbas. El automóvil termina aparcado en una pregunta: ¿qué paisajes me quedan por vivir? Sin respuesta, me fijo en un túnel.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
95
Paseo por los goces de la vida diaria. Primero un paisaje: mi gratitud al azar por haber nacido en una familia humilde. Intuyo que la abundancia desorienta. ¿Y los placeres? Escuchar tres homenajes a la inteligencia: la música de Bach, Monteverdi, Desprez. Dejar en el platillo de un violinista los gritos del saxo de Coltrane. El cinismo bondadoso de las canciones de Brassens. Las avenidas iluminadas y los recovecos oscuros de un idioma. Leer a Camus y Arendt, dos flechas éticas que me guían. Una coherencia que no crea presidios. El salmorejo, la ventresca y el rape compartidos. Los paraísos variados del sexo. Las páginas del poeta que es un vehículo transparente en sus mejores versos. No padecer el fracaso que llaman envidia. La risa que no hiere. Mi escudilla de mendigo a la que caen notas de música extranjera. El diálogo con hombres libres. Cuidar las cosas sin poseerlas. El cine y los laberintos trazados por Pasolini en Teorema. Recordar el agua de la niñez. No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio.
(Del libro Ciento noventa espejos. Hiperión, 2017)
HUMO PARALELO
Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza. Los pastores vigilaban desde sus montes la ausencia de los jóvenes que se distraían con guerras. Imagino los ataques amorosos de mis antepasados. Media hora antes llegan los espejos que huyen despavoridos.
La unión de belleza y desarmonía extremas dio siempre el mismo fruto: una mansedumbre que plantaba árboles. El atuendo de mis ancestros incluía esquejes de roble, castaño o haya.
Mi abuelo renunció al pastoreo trashumante. El nomadismo lo heredaron sus dos hijos mayores, que decidieron buscar fortuna en América. En uno de sus viajes de regreso a España, trajeron un regalo para su padre fumador: semillas de tabaco.
Las granizadas y lluvias hacían de Lesaka el sitio menos idóneo para cultivar tabaco. Mi abuelo, que ya había demostrado su ingenio cómico, no se arredró ante el desafío. Inmediatamente se puso a sembrar el disparate. Los parientes lo ayudaron en la huerta. Él supervisó los trasplantes, desmoches y riegos nocturnos.
La espera acabó en un paisaje desequilibrado. Nos sorprendió el tamaño desigual de las plantas. Unas, grandes como secuoyas atolondradas, seguían creciendo. Su maldad era inocente. Al lado, o debajo, unas hermanas minúsculas y enclenques no podían disimular la impotencia para mantener erguida su carga de tóxicos. Contagiaban las pocas ganas de vivir a los insectos, la maleza y los gusanos parásitos, pero contenían el veneno más potente. De noche dejaban un líquido rencoroso en el suelo.
Vinieron los días de recoger la cosecha. El abuelo dirigió las labores y ninguno de sus nueve hijos tuvo derecho a tocar las plantas canijas. Como si fuese una sustancia secreta, el jefe introdujo el odio vegetal en unos sacos de arpillera. Mi padre y sus hermanos apilaban en fardos las hojas de las plantas gigantescas. Los vecinos sólo vieron una montaña de muerte lela.
Enseguida la mitad de la cosecha fue colgada en una borda próxima. Un lugar cálido, con buena ventilación. La mitad restante se secaba al escaso sol y al aire inadecuado de nuestro clima. Los familiares distinguían los aromas. Las plantas grandes iban curando lentamente su ponzoña insípida. Las pequeñas esparcieron su olor a abismo.
Al terminar por fin el proceso de añejado, mi abuelo encendió el primer cigarrillo de su cultivo. La esposa lo observó con su belleza agostada por la paciencia. Una sola calada al ovni humeante te trastornaba los genes. La heroína pura, el LSD, la mescalina o el éxtasis concentrado no podrían competir con semejante alucinógeno. Cada hebra de tabaco era una bomba de surrealismo.
El abuelo fumó con avidez. Sus pupilas se dilataron por el crecimiento de un laberinto. Su estatura alta fue disminuyendo entre columnas de humo paralelo. Antes de morir, el hombre se convirtió en un tallo transparente.
Mi hermana y yo nunca tomamos drogas. ¿Para qué? Nuestras neuronas interpretaban, con los ojos vendados, las danzas regionales de países que no sabíamos situar en el mapamundi de la escuela. Disfrutábamos con los vuelos que nos proporcionaba el tabaco consumido por el abuelo.
Mi hermana llenó de agua dos vasos. Me dijo: Gracias a aquel tabaco, seremos borrachos sobrios.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
UN POETA ATADO
El zorro es mi poeta maldito.
Mi niñez lo contempla colgado de una tranca. Me detengo frente a su pelaje rojizo, sus pies negros y su astucia inmóvil. Un cazador lo transporta sobre los hombros y recibe treinta monedas en las casas de los campesinos.
De noche, el zorro ha merodeado las viviendas de los adultos y las pesadillas de los niños. En los sueños infantiles, su boca muerde roedores, topos y animales de corral o gotea jugos de frutas. Su hocico olisquea miedos.
Su poema está creado lejos del grupo. No imita al perro sumiso ni al lobo gregario. Cruza sin compañía externa los hayedos, robledales y desmontes. Su manada es interior y la prudencia con oído de músico dirige su jerarquía.
Leo las líneas de una silueta nocturna con grito humano. El zorro camina atado a su soledad omnívora.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
ILUSIONISTA INTRUSO
Vino de un pueblo de Cáceres y su infancia se hospedó en un cuartel. Su padre, alto guardia civil, recorría nuestros montes. Varias veces lo vi solo, pensativo en un calvero del bosque.
Recuerdo al niño Dioni inclinado ante su caligrafía redonda y lenta. Escuálido, bajo de estatura, se transformaba en el campo de fútbol. Delante de nuestro asombro, hacía una pelota rápida con los puntos cardinales que habíamos aprendido en el colegio y echaba a correr en un laberinto que sólo sus regates descifraban. Su transformación incluía la violencia con que golpeaba la pelota y la manera de elevarse para rematar de cabeza. Su cuerpo era la miga de un milagro. En cuanto poníamos un balón cerca de sus pies, se vaciaban los relojes.
Concebíamos el fútbol como una variante de la labranza. Al ver las botas con tacos de rosca, pensábamos en surcos y sementeras. La elegancia de Dioni fue un idioma extranjero. Nos despedimos en la adolescencia. Él se afincó en Pamplona. Allí crecieron su estatura y sus habilidades.
Dioni jugó durante seis temporadas en la Primera División de la Liga española. Reflexivo y de cuerpo grande en la edad adulta, saltaba al terreno de juego agitando sus cartabones, reglas y escuadras mentales. La lentitud de aquella escritura de la niñez se instaló en sus movimientos deportivos. No fue entendida la belleza que rodaba trazando ángulos, aristas, vértices. El público se distrajo con cánticos de ebriedad frente a un poeta de la geometría.
Un sacerdote, que visitaba a los futbolistas antes del inicio de los partidos, me trajo noticias de Dioni. Entonces supe de sus vómitos y sesiones de sofrología. Cuando faltaban unos minutos para el comienzo del espectáculo, el jugador se sentía aislado.
De nuevo la lentitud. De su boca salían despacio, con dolor envejecido, la soledad del padre en un calvero, el trato frío, su impureza en nuestra tribu.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
LAS ADUANAS
Éramos menos tristes en un lugar sin belleza.
A escasos veinte kilómetros de Lesaka, el desorden de una pequeña ciudad nos liberó de nuestros barrancos verdes. Abandonábamos la altanería entre los robles y nos dirigíamos a un paisaje de transportistas y aduaneros. En Irún, cualquier descampado con suelo de ladrillos rotos era un aula de placeres. Allí sonaba una música que no era para la fe, sino para los cuerpos. Buscábamos el mal flamenco como si fuese una perla oculta de Mozart.
Recuerdo sus callejas con olor de especias. Atraídos por los aromas de la gastronomía del Sur, llegábamos a unas casas con rajaduras. Nos recibieron hombres que nos enseñaron descreimiento y desde sus ventanas contemplamos unas ruinas rojas. Después de hablar con los inmigrantes, nos prohibíamos la queja porque habíamos aprendido que con ellos viajaba un dolor nómada. Nos recostábamos en sus viejos muebles de la desobediencia.
Los jóvenes de Irún nos invitaron a compartir sus cabañas musicales. En ellas fuimos expresando unas derrotas prematuras. Las tardes se consumían mientras no reconocíamos más reloj que una aguja en los surcos de los discos. Los compases de las canciones de Pink Floyd fueron puertas batientes y la guitarra de Jimi Hendrix prendía fuego a los iconos del blues. Una amiga pidió que escuchásemos los sonidos del saxo de un dios mendigo: Charlie Parker. En un local iluminado con las linternas de la adolescencia, vimos por fin un baile que no podíamos predecir. Los braceos y el zapateado nacían de la penuria, el desarraigo, la humillación errante. Dos mujeres me dijeron el nombre de Sabicas y Carmen Amaya. Como nuevos trashumantes, varias sombras se encaminaban a unos clubes cercanos. A escondidas, los campesinos descargaban su orgullo en los prostíbulos.
Las cunetas, el cieno, los ramajes secos de Irún contenían el espejo de la diversidad que buscábamos.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
TRIPLE LIBRO
Nos pasamos una frase esférica de Albert Camus. Se dice que el escritor ha conseguido sus mayores certezas morales jugando al fútbol.
Mi infancia se pone a correr en un libro con las dimensiones del campo de fútbol. Mi velocidad no distingue entre rivales y amigos; ignora la calma imprescindible para ser mediocre. Pero un cálculo iluso de nuestros líderes me convierte en titular fijo del equipo principal del colegio. Prevén que mis carreras sin fin pueden molestar mucho a los adversarios y poco a los compañeros.
Cansado de correr sin rumbo, detengo mi nulidad rápida y me coloco en una portería. Me siento un gato suicida. Entiendo que un portero no descansa. Con sus músculos y su zorro cerebral al acecho, divisa un acorazado, una grieta o un paseante en el horizonte. Él va a lanzarse a los pies de sus fantasmas.
Tengo doce años y es un mediodía invernal en el seminario. Cerca de la nieve, jugamos un partido de fútbol en una cancha con suelo de hormigón. Recuerdo mi salto y la caída de espaldas. Tras el golpe, permanezco encamado durante once meses. Mi columna vertebral queda herida y los médicos me prohíben el deporte. Mi antigua elasticidad se cubre con los hierros de una faja ortopédica.
Tres años más tarde, desoigo las advertencias médicas y participo en un campeonato de futbolistas adolescentes. Los amigos, que añoran mi temeridad ágil, festejan la rebeldía. Al poco de empezar el primer partido, la pelota viene despacio desde lejos, empujada por algún error, arrastrando su mansedumbre. Imagino que se desliza algo enferma y se dirige a mí de forma solidaria. Toco su cuero convaleciente. Cualquiera hubiese parado con un soplido su inocencia. Su piedad con manchas de hierba se escurre entre mis manos y sigue camino de la red de la portería.
Después del percance, decido abandonar el fútbol, un triple libro de coraje, alegría y resignación.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
SOLEDAD TRASHUMANTE
Una vez al año esperábamos su bondad lenta y su ironía rápida. A primeros de julio se divisaba su cuerpo grande al fondo del camino abierto en una pradera.
Mi padrino igualaba en entereza a mi padre, su hermano. Emigró joven a América, donde condujo rebaños con soledad trashumante. Sin ninguna mujer a su lado, creó una familia de peligros, viajes a pie, aislamiento. Los animales, la comida y los pozos de agua se le unían a veces en un espejismo. Armado de paciencia y rifle, pasó décadas vigilando el aullido de los coyotes y el silbido de las serpientes. Los ruidos leves de una pezuña que raspaba la tierra o de un cuerpo que rozaba la seroja eran dos músicas claras en su oído.
Dejó atrás llanuras áridas, la nieve de las montañas y un desierto. Regresó a su tierra de origen cuando se acercaba a la vejez. Lo vieron llegar tan rico de dinero como de modestia. Obsequió a su padre con unas semillas de tabaco envueltas en burla.
Tenía una rectitud de superviviente y a los niños nos pastoreaba con la firmeza de alguien acostumbrado a defenderse de alimañas y cuatreros. Lo escuchábamos con atención porque casi todas sus frases liberaban alguna astucia.
Aún repito su nombre: Francisco Esteban. Después de despedirse de mi padre enfermo, se afincó en Vizcaya. Disfrutamos de su presencia durante pocos años, pero crecimos aprendiendo con su imagen.
Aquel hombre fue mi primera aula de soledad.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
CIEN AÑOS DE UN NIÑO DERROTADO
Hemos crecido sin conocer a un maestro que imparte tres asignaturas: Ángel fieramente humano, Redoble de conciencia y el error.
Los alumnos estudiamos con lupa los libros de Blas de Otero. Repetimos mentalmente cada línea de su biografía. Para nuestra memoria, vuelve a nacer en una familia de médicos y capitanes de barco. Lo educan unos seres que son hielo humano. Acude a las clases taurinas de las Ventas, en Madrid, y es uno de los pocos espectadores que salvan su vida en el incendio de un teatro. Al poco de regresar a su Bilbao nativo, inicia un nuevo viaje: comprender a Federico García Lorca. Su juventud lucha a favor de los dos bandos que se odian en la guerra civil española.
Otero quema todos sus escritos e ingresa en un sanatorio psiquiátrico. Católico ferviente, abandona con lentitud su fe religiosa para adherirse a una devoción laica: el comunismo. Reemplaza certezas. Dos de sus amigos, los escritores Javier de Bengoechea y José Miguel de Azaola, lo encuentran perplejo en la frontera que separa creencias opuestas. Ambos amigos coinciden en retratar a un autor de páginas vibrantes que en el trato personal se comunica con expresión moderada. Un hombre suave, retraído, a menudo susurrante.
El maestro arroja contra un muro su cargamento de preguntas. Por coherencia política, sube con los artistas Ismael Fidalgo y Agustín Ibarrola hasta el sufrimiento del proletariado y trabaja en una mina de hierro. Ve a los otros mineros excavar en el hambre. Él escribe frente a un paisaje de raíles, ortigales, niebla y barracones.
Al leer a Blas de Otero, escucho cerca la respiración de César Vallejo. El maestro sigue también las huellas de Nazim Hikmet y sus versos de solitario que camina en montes o cárceles y busca una patria de sauces, derviches, asnos enfermos.
Blas de Otero prepara una sumersión en sí mismo. Su último conjunto de poemas anuncia en el título una tempestad íntima: la galerna, viento borrascoso y repentino que sopla con frecuencia en el mar Cantábrico, evoca al poeta las depresiones cíclicas que padece.
Hoy el maestro cumple cien años y una parte de sus asignaturas se hunde ante una música corrosiva: descargas de fusilamientos, ruidos de hombres exiliados. Algunas de sus palabras son sangre que desciende por una pared. Es la tapia junto a la cual se ajusticia a unos disidentes.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
ESPEJOS QUE PEDALEAN
Marqué con tinta roja una fecha de abril. Pronto me visitaría un grupo de ídolos delgados.
Desde un monte avistábamos el pelotón de corredores que disputaban la Vuelta Ciclista a España. Las curvas de la carretera escondían parte de la caravana. Los automóviles descapotables, las motos, las canciones publicitarias y el griterío de los locutores y aficionados completaban el espectáculo. Los deportistas iban pedaleando con las miradas fijas en los manillares. Algunos, al presentir la cercanía del público, levantaban la cabeza con ansiedad rebelde, y comprendí que su padecimiento no podía ser aliviado por la droga de los aplausos.
No era infrecuente la figura solitaria: el escalador que había atacado en el inicio del puerto, el gregario que se encargaba de repartir agua entre sus compañeros, la víctima rezagada de un accidente, el perseguido por un malestar.
Los corredores eran para mí espejos que pedaleaban y me reflejaron en una carrera íntima. Con los sonidos de las ruedas de sus bicicletas, luché en una etapa de dudas: las pendientes de la infancia y adolescencia, la soledad dentro de un equipo con niebla.
Expectante en una cuneta, presencié con cierto temor el milagro efímero: ver pasar a unos dioses manchados que subían las cuestas de mis deseos.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
BARRIO JAÉN
A finales de los años cincuenta, se fundó en Lesaka una poderosa industria siderúrgica. Acogimos a cientos de hombres venidos de Andalucía, Extremadura, Castilla, Asturias, Galicia. Su lucha contra la pobreza incluía nuestra prosperidad. Las familias de los inmigrantes se concentraron en dos bloques de pisos. Sentíamos en la mente una pequeña escupidera de loza al decir el nombre que inventamos para sus viviendas: Barrio Jaén.
Compartimos la niñez con los hijos de los forasteros. Nuestra consanguinidad orgullosa oía sus acentos. Juntos pisamos ortigas, insectos, clavos, miedos escolares. Aprendíamos en sus casas abiertas. Mientras oíamos la música del Sur, en verano nos hicieron probar el salmorejo, el camarón, el ajoblanco. De prisa nos encaminamos hacia el cigarrillo, el vaso con licores, el sexo de los adultos.
Uno de los jóvenes inmigrantes no pudo defenderse de la intolerancia que transmitíamos. Lo vi convertido en dos personas opuestas. Discreto en el grupo, aceptó la frialdad. De repente, era el resentido que se alejaba. Buscó un aislamiento sin piedras verbales. Años más tarde, comprobé que el alcohol liberaba los rencores encerrados en sus heridas.
Una noche de invierno escuché a solas las frases del compañero huidizo. Durante el diálogo, sus dos personalidades se unieron en un solo hombre recluido. No nos necesitaba. Tampoco encontraba alivio en los robledales y hayedos. Para él, la belleza verde del paisaje se había transformado en un reloj de pesas. Las palabras con que nos comunicábamos lo confinaron en un apartamento del Barrio Jaén. Era ya un habitante inmóvil de nuestro racismo.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
LOS CAZADORES
El invierno se inicia con un domingo soleado. Un hombre camina por una pradera cercana. Lo observo. Se detiene y desenfunda su escopeta. Pasa dos horas vigilando unas toperas heladas.
He cumplido veinticinco años y me siento entre las ruinas de una vivienda. Aquí deseo reconstruirme. Me rodean losas, azulejos, listones, cordeles. Llevo en mi interior objetos, animales y plantas que son actos, culpas, propósitos. Empiezo la lucha. Junto unas sílabas que deben ser la arena, la gravilla y el molde de mis cimientos. La bondad es una conquista intelectual, digo a solas.
Mis remordimientos se han transformado en topos. Con sus uñas apartan la tierra de los años y abren galerías subterráneas. Percibo su pelaje tupido que roza mis cuevas. Escarban de noche y se turnan en el trabajo. La inocencia ilumina algunos pasadizos, pero su claridad no llega a todos los túneles de mi juventud.
En las galerías que contengo se ha instalado un testigo. No admite compañía y apenas duerme. Es imposible pactar con él. Ronda las calles, desciende a las minas, inspecciona mis cavernas. A partir de esta mañana, tengo una cita diaria con la conciencia, único cazador que me apunta con su arma.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
LA BELLEZA EXPULSADA
Vivían junto a un vertedero de ácidos. Los mirábamos con cautela desde la batea de un camión.
Nuestra infancia caminó silenciosamente para ver de cerca sus escudillas de acero. Después nos comunicamos en voz baja las sospechas y los miedos. Pensé: los adultos se inventan una gastronomía de roedores; los hijos refrenan su hambre alineando en el suelo unas pellas de barro.
Fuimos creciendo sin dejar de controlarlos. No buscaban refugios contra una Naturaleza agresiva. Sus facciones habían absorbido la violencia del sol, la lluvia, el granizo. Siglos de éxodo los fundían con el arbusto, la roca, el agua. Si caía un aguacero, se desplazaban empapados de sí mismos.
A la noche, alumbrados por dos o tres hogueras, golpeaban con ritmo unas uralitas. De las gargantas de los hombres salía una música doliente, un animal capturado en las fronteras.
No eran fáciles las relaciones con ellos. Les pedíamos el arreglo de utensilios. Me robaron el dinero que durante un año ahorré para comprar libros. Los vi alejarse con las páginas rasgadas de Federico García Lorca y Elias Canetti.
La recompensa fue acecharlos. Inmóvil, yo viajé contemplando sus rostros.
Para nosotros, la belleza era un país lejano donde se hablaba un idioma que no queríamos aprender. Y, con dolor de nómadas, aquellos hombres nos ofrecieron su belleza expulsada.
Nuestra ignorancia despreció a unos maestros: los gitanos.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
FUNDADOR DE SILENCIOS
Se llamaba Pedro y sobre aquella piedra se edificaron los silencios de mi familia.
El hermano mayor de mi padre se instaló en Nebraska. Al cargo de un gran rebaño de reses, tuvo que adaptar su juventud y melancolía a unas tierras extrañas. Las tormentas de su temperamento se enfrentaron a un clima de nevadas frecuentes y tornados.
Hizo un viaje de regreso al caserío familiar. Como un espectro amable, intentó disimular con sarcasmos las grietas de su carácter. Descentrado en todos los lugares, añoraba ventiscas remotas.
Se trasladó de nuevo a América y sus escasas noticias nos llegaron en cartas de compañeros. Rehuía el trato. En invierno, después del trabajo, deambulaba sin amigos. O lo veían aislado en el recoveco de una escarpadura. El nombre de una mujer amada fue un vino amargo que arrojó a las borrascas.
Convertido para nuestra niñez en un faro que emitía sombras, Pedro siguió borrando sus huellas.
Nos dijeron que se le disparó un fusil cargado de soledad. El silencio cubrió con rapidez la palabra suicidio.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
LOS AMENAZADOS
Caminamos cerca de un cristal transparente. Su altura no puede ser abarcada por la vista de los hombres. Al otro lado, unos bultos imitan todos nuestros movimientos.
El cristal nos sirve de espejo y contra él levantamos los días. Terminada la juventud, percibimos con menos confusión las siluetas que nos copian cada gesto. Las figuras dejan entrever fragmentos de su interior: el desgaste físico, bolsas de rutina, la enfermedad, unos hilos de descreimiento.
En horas de miedo y cólera, golpeamos el cristal. O lo cubrimos con la invención de unas creencias. Ideales, devociones, certezas y aventuras son paños que esconden imágenes de una amenaza.
Con agonía rápida o larga cruzamos el cristal. Nos deshacemos en los bultos borrosos que circulan a poca distancia de los vivos.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
EL CONTADOR DE GOTAS
Al atardecer, cruzo dos calles y llego a un edificio de ladrillos en la fachada.
Trabajo en una residencia. Soy el médico, un oficinista, cinco enfermeros, la cocinera africana. Cuido del conjunto de personas envejecidas que soy. Conmigo recuerdan canciones antiguas; toman los medicamentos que les entrego. Interrumpo las disputas entre mi yo autoritario y mi yo conciliador.
Mis habitantes vienen de parajes lejanos y desembocan en círculos. Traen un morral con barro de la infancia, malezas, hojas de ciudades. Beben en cuencos de tres idiomas. Varias de sus frases se refugian dentro de una cicatriz transparente. Algunas de sus palabras son celdas para los compañeros.
A menudo descanso en un pequeño patio. Llueve y cuento las gotas de los días vividos. Al fondo, acurrucado en una esquina, está mi yo más distante. Me observa silencioso, con su memoria caída. Su mano derecha sujeta el retrato en llamas de un hijo.
Cuando anuncio mi despedida, los habitantes de la residencia empiezan a ovillarse. Se unen y ruedan por una inconsciencia pedregosa. Son hermanos que en sueños reviven una caída, los años con una mujer, su condición de extranjeros.
Lentamente me apago en la silla de ruedas que empujo.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
FARMACIA MUSICAL
Para disminuir la angustia o moderar la euforia, nos dirigimos a cuatro farmacias.
La primera farmacia es un hombre negro. Recostado en un rincón del metro parisino, canta varios blues. Las medicinas descienden de su boca y de las cuerdas de su guitarra eléctrica. Acurrucado al terminar el día, nos cura porque su música abre un desfiladero entre montañas de discriminación.
El segundo laboratorio, una mujer con guitarra acústica, exhibe sus remedios en una calle central. Nos permite entrar en su voz. Su delicadeza oculta un martillo de fragua. Somos una hilera de insectos que rondan los añicos de unas notas musicales.
El tercer edificio lo forma un coro venido del Este europeo. Nos servimos unos compases que combinan la prevención de las mujeres y el ímpetu de los hombres. Sus fármacos huelen a cortaduras, traperos y tierra calcinada.
Algunos enfermos incurables pasan veloces sin detener su indiferencia. Las canciones arden de cara a una pared.
La última farmacia que frecuentamos es una pareja apátrida. Sentada en un pórtico, ella se curva con su oboe. Él se apoya en una columna y responde con los medicamentos de su saxo. En medio va circulando el alivio de unos caminantes.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
AGUADORES
Diariamente, varios habitantes desconocidos entre sí atraviesan la ciudad. Llevan oculta el agua. Registran cobertizos, lonjas o plazas y buscan a los sedientos.
El libro, la ropa, el alimento y la música son el líquido que transportan los aguadores.
Esta agua se desliza sobre el desdén y la derrota. Golpea las tiranías del dolor.
En las galerías del metro, los mendigos beben las canciones tocadas por un grupo de jazz.
Antes que llegue la noche, una mujer lee en voz alta unos versos. Un familiar enfermo, sentado en el patio de una residencia, escucha. Por sus estrías van entrando las gotas que forman la nieve, las hojas muertas, el aliento de los perros de un poema.
Toda el agua se introduce poco a poco en los hombres y mujeres derrumbados.
Con su himno silencioso, sin banderas ni enemigos, un ejército de aguadores sigue avanzando por las calles de París.
Sólo desde las heridas se ve su desfile.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
AFUERAS ÍNTIMAS
Todos los meses visito mis suburbios. En ellos sobreviven mis identidades no desarrolladas. Mi ausencia ha sembrado una vegetación que va cubriendo a quienes abandoné.
Los oficios que quise ejercer son el pavimento y la maleza de mi barriada.
Como un pordiosero de doce años, el futbolista que fui escarba a la intemperie. Intenta sepultar la herida que ha detenido su crecimiento. Despeja sus palabras envueltas en una red.
Los días de mi adolescencia continúan cruzando las aguas de su tedio.
Llueve en un arrabal cuando doy limosna a mi imagen de joven melenudo.
Encuentro bajo unas zarzas los siete años que pasé recluido para buscarme.
Las mujeres que empecé a amar siguen alimentando a nuestros hijos no nacidos. Viven sin dolor. En los reencuentros, me muestran sus arrugas que no he tocado.
La música que podé me acompaña en los conciertos del extrarradio. Coincido con mi yo alumno. Él repite las notas de cada instrumentista, leo los ritmos en sus ojos y me susurra matices sobre los sonidos que escuchamos.
Sentado frente a una tapia, saludo a los amigos que se despidieron para iniciar su viaje al silencio.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
NOTAS DE GRATITUD A MAITE PAGAZAURTUNDÚA
He visto las fotografías del homenaje a tu hermano Joseba en Andoáin. Ahí estás con los amigos fieles. No son muchos, pero su coraje continúa siendo valioso.
Además de fijarme en las fotos, escucho algunas palabras tuyas. Opino que aciertas cuando hablas de Hannah Arendt y recuerdas el subtítulo de su obra dedicada a Adolf Eichmann: Un informe sobre la banalidad del mal. Las páginas de Arendt transparentan algo que tú has padecido. El acoso y el crimen no son responsabilidad exclusiva de los dirigentes que deciden eliminar a un discrepante. Has comprobado cómo participa el vecino que exhibe su indiferencia o cierra su ventana para no ver tu dolor. Esto es tan triste como la crueldad de los clérigos armados de ETA.
Y ahora mi primera nota de gratitud. No olvidaré el día invernal en que nos conocimos. Caminábamos por las calles de San Sebastián y nos protegieron tus guardaespaldas. Enseguida, en silencio, me diste una lección de dignidad. Sentí hirientes los disimulos de los que te vieron pasar amenazada. Sí, lo que más duele es nuestra comodidad fría. Unos, escondidos en la niebla de la equidistancia. Otros, reunidos alrededor de las frases que justifican el sufrimiento ajeno. En aquel breve paseo era muy fácil imaginar con qué silencios triunfaron las grandes tiranías del siglo XX. Tampoco costaba saber cómo fue la vida cotidiana en el fascismo, el nazismo, el sistema soviético. También pensé en los lemas que grita una muchedumbre. Intuí que en casi todas las consignas coreadas sobresale un deseo de obedecer. Tú mantuviste la calma. Tu entereza fue para mí una enseñanza. Entendí que aquel sosiego venía del conocimiento y estaba lejos de la sumisión. Después, sentados a la mesa, me dijiste de memoria los mejores versos de Blas de Otero. Pertenecían a poemas de los libros Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, escritos con el inconformismo que ninguna ideología política puede disminuir.
Mi segunda nota de gratitud. En pleno siglo XXI, aún existe una cárcel que sigue de moda: la identidad colectiva. Ha aglutinado mucha tacañería espiritual. Sin embargo, que a nadie se le ocurra causarle el menor rasguño a esa criatura inventada. El egoísmo primario y la altivez invitan a lo uniforme. Para romper diques mentales, necesitamos que otras culturas manchen nuestra vanidad. En tus reflexiones he percibido siempre una apertura. Tú das voz política a quienes se niegan a celebrar la pobreza que contienen tres palabras unidas: ¡Vivan los nuestros!
Mi tercera nota de gratitud. La política parece la actividad perfecta para que los rencores puedan disfrazarse. Quienes están escarmentados por los totalitarismos ven el resentimiento debajo de no pocas máscaras. Afortunadamente, tu sentido de la justicia es incompatible con la inquina. Lo que más valoro de tu comportamiento es que sepas combinar la coherencia democrática y la firmeza sin caer en ningún desquite.
Miro de nuevo las imágenes de los convocados junto a La casa de Joseba, escultura de Agustín Ibarrola. El compromiso de esas personas con la libertad no ha envejecido.
Supongo que a veces te sientes sola. No es mi caso. Me acompaña y guía tu rectitud sin odio.
Me río de la distancia geográfica al enviarte un abrazo muy largo.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
RETRATO DE FAMILIA
Caminan con parka, chaqueta, camisa y pantalón reflectantes. Todas sus prendas son verdes. También las cerdas de las largas escobas que empuñan.
Los barrenderos de París se desplazan emitiendo una música compuesta con añicos de vidrio, papeles y residuos nocturnos. Los compases de su música se unen con risas y conversaciones caídas al suelo.
La mayoría de los miembros del equipo desobedece las normas habituales de la ciudad. Hombres reclutados en abismos psicológicos se comunican por gestos. Distribuidos en pequeños grupos, arrastran contenedores llenos de hojas, colillas, polvo, guijarros. Recogen la alegría rota en las fiestas.
Desde la lejanía veo un desierto humano: con las últimas luces de la tarde, un barrendero solitario habla a su muchedumbre interior en una calle despoblada.
Al mismo tiempo que termina la jornada, su monólogo barre nuestras sombras.
Jóvenes, viejos y niños se asoman a las ventanas. Observan al barrendero y en él reconocen al padre, la hermana, una amante, un antepasado desaparecido.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
CUADERNOS DE JUVENTUD
He recuperado dos cuadernos de mi juventud. Son ahora mis filósofos muertos. De las palabras que escribí han sobrevivido unas pocas convicciones:
No abrazar ningún idealismo compatible con la incoherencia íntima.
Aprender de Voltaire la gracia verbal contra las supersticiones prestigiosas.
No aceptar como guías a los hombres de conciencias tintadas.
Probar el menú de simas de Billie Holiday. Con las notas de una niñez infeliz, las adicciones y los amores fracasados compuso su belleza musical.
Apoyar mi pequeñez en una columna de preguntas.
En los laterales de las disputas, escuchar la colisión entre la fe y el ingenio.
No alimentar con disciplina la amargura.
Que la música de los relojes suene con más intensidad que la de unas monedas.
Sitiar calladamente mi plaza de rencores.
No acomodarse en los sillones con un juguete llamado lágrima.
Que el perdón sea más fuerte que la herida.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 2019)
PAISAJE DE ESCALERAS
Los hombres que recorremos la etapa postrera de la vida nos juntamos en unas explanadas mentales. Cada viajero dispone de una escalera. La subimos e intentamos alcanzar los objetivos pendientes.
El pasamanos de la escalera nos transmite la rozadura de un reloj. El paso del tiempo es también la materia de la barandilla, el balaustre y la zanca.
Paralelamente a mí, otros viajeros ascienden por sus escaleras. De noche o a plena luz del día, varios de ellos sujetan una linterna encendida. Al llegar a un descansillo, alumbran los parajes de su infancia, juventud, madurez.
Observo a quienes ocupan un graderío a poca distancia. Se mueven como hombres huidos de algún cercado. Descargan bultos de sus experiencias y reanudan el viaje.
En los tramos finales, las figuras se aglutinan veladas por una tolvanera. Fragmentos de biografías, culpas y tesoros superfluos forman un remolino.
Los nuevos días son peldaños desprendidos de mi escalera. Vigilo a los compañeros. Nos vemos subir con un atadijo agujereado y unos mapas que arden. Y el último rellano es el espejo que refleja toda nuestra ascensión.
(Del
libro El contador de gotas. Hiperión, 20119)
BARBARA (1)
Me hablaban de una joven de París a la que nunca conseguía ver. Una tarde de febrero, entró en el despacho donde yo corregía un libro.
Barbara vino sin tilde ni prejuicios a nuestro país. Se expresaba con giros de la lengua castellana aprendidos en páginas de Quevedo y nos apuntó con un cuaderno de perspicacias. En sus frases viajaban las historias de exilios, privilegios y errancias de sus antepasados. Yo pensaba en tundras, con un fondo de música rusa.
Nos explicó su proyecto de estudiar la geopolítica del País Vasco. Buscaba rastros en poemas, legajos y gestos. Encontró huellas enfermas en los silencios. Nací en una tierra donde abundan los hombres buenos que no son lo suficientemente éticos como para renunciar a la cobardía. La joven nos descifraba con su moral limpia.
Meses después del primer saludo, nos refugiamos en una vivienda de maderas crujientes. Nos oponíamos a las tristezas exteriores uniendo la literatura, el entendimiento y los entusiasmos físicos.
A escasos metros de aquella casa, vivían unos hombres que dictaban el crimen político. Se dirigían hacia las oficinas de la muerte y desde la ventana veíamos las resacas del miedo o de la soledad cerca de sus botellas y copas.
Tres décadas y dos hijos más tarde, repaso su sabiduría callada y su equilibrio paciente. Afila la palabra justicia.
Todos los días contemplo a un ser ante el que la enfermedad debería avergonzarse.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
LAS ADICCIONES
Nos defendemos ideando un Proyecto Hombre que cure la adicción a las patrias.
Los pacientes explican su reclusión en una cárcel. Se empieza consumiendo drogas blandas: el humo del folclore, unos bailes que no rozan cuerpos, los elogios a las mínimas peculiaridades, la sacralización de un idioma. Se continúa con una mezcla adolescente de religión y publicidad. Y se puede terminar hundido en la sustancia dura del fanatismo sanguinario.
Habitualmente, los sacerdotes dirigían el Proyecto Hombre. Aquí los enfermos son clérigos.
El tratamiento para combatir la adicción a las patrias no incluye el encierro en edificios. La apertura es el único centro.
Desde nuestras zanjas observamos a los hombres que en la lejanía abren una fosa de odio para defender el matiz de un sonido gutural.
En medio, los que han decidido encerrarse en un círculo de cenizas inventadas.
Más cerca, otros hombres que trabajan atados con los cordeles ilusorios de una tierra prometida.
Despacio, aún tembloroso, el paciente abandona los presidios de su espejo.
Deja de inyectarse su propia imagen en un paisaje de himnos rotos.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
LOS VACIADOS
Visito la casa donde viven
unos hombres vaciados.
Sin el tejado de la memoria,
me espera el que sólo habla con los túneles,
la que camina dentro de su nombre olvidado,
el deshilado en un espejo de pérdidas.
Al empezar la tarde,
los hombres vaciados son paredes
que deambulan con lentitud.
Sujetan sus escudillas llenas de silencio.
De noche
miran los rostros caídos a sus cucharas.
Sentados en círculo,
ven en cada compañero un monte lejano.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
MANUAL DE REBELIONES
Mi yo joven elige
sus municiones de insurrección.
No sepultar a los hombres en una idea.
Arrojar piedras de ética
a un muro de silencios.
Ser un sonido leve
fuera de los coros.
En un descampado secreto
llamado conciencia,
prender fuego a las delaciones,
los vítores unánimes,
el breviario del odio.
Descubrir alimento
en la palabra del discrepante.
Atado a mi materia efímera,
desobedecer a la angustia.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
OTRO HOMBRE, MISMO NOMBRE
Nacido en mi tierra, llega a París
otro hombre que se llama como yo.
Es otoño de 1525.
El séquito del joven viajero es su infancia,
su adolescencia con servidumbre,
gualdrapas, vestidos lujosos
y la sombra de un castillo asolado.
Trae una ventana mental con paisaje de almadías.
Ha cruzado a caballo unos bosques,
unos eriales, una vía que lo deja
en la tristeza de los suburbios.
Francisco Javier pasea con jubón acuchillado
entre las callejas tenebrosas
y los nidos de cólera de París.
La dulzura fría del joven está rodeada
por el bullicio tabernario,
las casas de juego, los prostíbulos.
La esgrima apacigua su lujuria.
Con la mente sacudida
por los sonidos de una campana,
aligera su constancia glacial en los versos de Virgilio,
en los discursos de Cicerón,
en las claves de la lógica.
También aprende decepciones.
Ya sabe que las disidencias son abismos
hermanados por el fuego.
El noble reformista arde
como el eremita pobre que meditó un matiz en soledad.
Después vive con Ignacio López de Loyola,
a quien una herida de bala le ha abierto
la pasión verbal y la impaciencia.
Se enfrentan la mesura y la llama.
Antes de abandonar París,
Francisco Javier contempla
a los apestados que caminan con bastón blanco
y a su amigo Pierre Favre,
que medita sentado sobre la nieve.
Cinco siglos más tarde,
recojo las huellas
del hombre que continúa viajando
con mi nombre.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
LOS HABITANTES TRANSPARENTES
Muchos hombres solitarios caminan
acompañados por un hueco.
Con frecuencia se detienen en un paraje
oscuro o iluminado
y el acompañante observa,
proyectada sobre una pared,
su vida de ser desaparecido.
Unos habitantes transparentes cruzan
las ciudades de nuestra memoria.
Los portadores del hueco
dialogan con las imágenes sucesivas
que les ofrece un muro.
Llevan, atada con soga invisible,
una ausencia.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
ÚLTIMA BELLEZA
Esta belleza ha sido construida
con las treguas del dolor.
La he tejido
con los huesos de la música.
Con unas linternas mentales
que ya rastrean
mi invisibilidad futura.
Con la respiración
de los clavos de la escasez.
Con un bisturí que nos abre
y deja caer nuestra soledad
hecha añicos de gratitud.
Me refugio en una belleza
sostenida con el palo y el susurro.
La protejo con los muros de mis ojos.
Con el esqueleto del júbilo.
Con los hilos rotos de una mortaja.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
BÁRBARA (2)
A partir de tu ausencia,
debo apagarme
siendo la mitad de mí.
(Del libro Música incinerada. Hiperión, 2023)
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